Quiero mis alas.

**Alice Laverne** Vie Ene 09, 2009 6:21 pm

En fin, a la vista de que ha gustado tanto mi último relato, voy a colgar otro, un poco más tierno y un poco más triste a su vez...
Espero que os guste^^

Quiero mis alas.

Si alguna vez había residido algo remotamente parecido a la humanidad en ella, desapareció por completo en el momento en que sus ojos grisáceos se posaron sobre las magníficas alas del albatros. Comparado con su cuerpo diminuto y frágil, la poderosa ave que se afanaba por construir su nido en la rocosa pared del acantilado era un titán, un dios de los mares de mundos remotos que poblaban sus sueños. Se quedó quieta, sabiendo que el viento estaba a su favor para hacerla imperceptible, mortífera. Sus piececitos blancos vacilaron sobre la superficie escarpada mientras se aferraba con fuerza a la pared del precipicio. Sabía de sobra a lo que estaba jugando, pero la peor suerte que podría correr era resbalar. Y era un riesgo aceptable.
Su larga y enmarañada cabellera rubia varias veces se entrometió entre sus ojos y el animal que con tantas ansias vigilaba. Pero avanzó, sin que la lentitud de su marcha consiguiera exasperarla.
No era consciente de los más de setenta metros de caída, o del batir furioso de las olas allá donde las piedras eran devoradas por el mar. Solo se sintió un poco más indefensa cuando llegó al proyecto de nido excavado en una hendidura. Sus deditos rozaron las plumas blancuzcas del pájaro, que giró la cabeza hacia ella en un gesto amenazante. Pero para la criatura ya era tarde. Las manos finas y firmes de la niña se habían cerrado en torno a su cuello, y con un esfuerzo sobrehumano, impropio de alguien de su complexión extremadamente delgada, rompió las vértebras del cuello del albatros, emitiendo un jadeo suave cuando éste se escurrió sin vida entre sus bracitos flacos.
Movimientos rápidos y certeros fueron los que empleó para arrancar las alas sin vida de una sola pieza, desde el nacimiento. Eran enormes, y el viaje de regreso bien rozó lo imposible en varias ocasiones. Un reguero de plumas y sangre acompañó sus pasos hasta la cabaña de madera, dibujando una profunda cicatriz en la nieve. Pero ella, a pesar de su rostro salpicado de manchas rojas y de la melena llena de plumas rotas que se afanaba en cegarla, no podía dejar de sonreír complacida.
El hombre apenas levantó la cabeza del cuaderno forrado de cuero en el que anotaba pequeños garabatos que la chiquilla jamás podría comprender. Sin embargo, se dijo para sí misma, esta vez tendría que imponerse.
El peculiar trofeo cayó a los pies de él, mientras que, con las manos en las caderas, y expresión firme, esperaba a que le prestase atención.
- Alya, estoy ocupado.- Se pasó una mano por el pelo en un gesto reflejo, sin alzar los ojos de su trabajo.
- Quiero mis alas.
- ¿Otra vez la misma cantinela? Ya te lo he dicho. Tú no tienes alas. No las has tenido nunca.
- Ahora sí.- La niña le cerró el cuaderno con un gesto suave, obligándole a que la mirara definitivamente. Una chispa de locura brillaba en sus ojos color perla, no tanto por la macabra y andrajosa apariencia de la pequeña, sino porque era la primera vez que Lucca advertía excitación en una mirada suya.
- Interesante...-murmuró, más para él que como respuesta a la exigencia de Alana.
- Quiero mis alas.- repitió, esta vez en un tono más dulce, que casi rozaba la súplica. Si hubiera poseído la capacidad de comprender el significado de la palabra inocencia, en aquellos momentos podría haberlo aplicado.
- ¿Y en que te basas para afirmar que son tuyas?
La voz de la niña vaciló unos segundos.
- En que me las he ganado. ¿No es eso lo que hace la gente? ¿Ganarse las alas?
- Ganarse el cielo, criatura. Pero sí, bien se parece a lo que tú acabas de hacer.
- ¿Entonces me las vas a poner?- ¿Ilusión? No, era una palabra científicamente inaplicable a su pequeña.
- No es tan sencillo...
- Solo quiero que las cosas, padre. Sé que van a funcionar. Necesito que me ayudes...- Que bien había aprendido a copiar las expresiones, las pasiones, los anhelos que la pantalla le mostraba cada día. Era de todas la más bella... la más real... ¡¿Y por qué no seguirle el juego?! ¿Tan terrible podía resultar?
- Muy bien. Te las pondré.
- Pero no me duermas... quiero sentir como se hacen mías...- aquella frase fue tan febril, tan enérgica y obsesiva, que estuvo a punto de echarse atrás. Sin embargo, su determinación y curiosidad le pudieron. Abrió el cajón de su escritorio y sacó una bandeja pequeña con instrumental quirúrgico. En silencio, enhebró la aguja curva con hilo negro. Mientras, Alana se deshacía de su camiseta sucia y gastada, tan grande que le llegaba a las rodillas.
- Te va a doler.
- Lo sé.
Fue una respuesta tan sencilla, tan sincera, que el corazón de Lucca sangró un poco por dentro cuando dio la primera puntada y el cuerpo de la chiquilla se estremeció de dolor. Ni un solo quejido escapó de sus labios en los 3.475 puntos que hicieron falta para coser las alas muertas completamente por debajo de los omóplatos de ella. Parecían más una capa blanca adherida a la piel, que rastraba por el suelo. No obstante, el solo había obedecido a los ruegos de la niña.
Dio unos pasos hacia atrás, contemplándola recostada en el escritorio, con las uñas clavadas en la madera y el rostro contraído en una mueca. Había sido una auténtica tortura.
- Ya las tienes, Alana.
Ella asintió en silencio. No iba a engañarse. Desde un principio sabía que las alas no se moverían. Pero era una mentira tan bella en la que creer...
- Quiero probarlas.
- Pequeña...
Pero ella ya corría desesperada fuera de la casa, dejando un reguero de plumas a su paso. Lucca la siguió aprisa, temeroso de lo que podría hacer. Aún tenía puestos los guantes de látex, pero no se olvidó de coger el pequeño cuaderno de piel y un bolígrafo.
El mar rugió con fuerza a sus pies. En aquel momento, la mente de la niña se hallaba completamente en calma. El cielo... el atardecer era sutil en aquella zona de los acantilados. La luz estaba y de repente, sin más, dejaba de estar. Pero ella atraparía la hermosa esfera rosada que se hundía en las aguas oscuras. No le permitiría morir aquella noche.
- ¡Alya!
La voz le llegó como un murmullo apagado. Era el viento lo que la llamaba, lo que rugía con violencia a ambos lados de su cuerpecito. Y el dolor sordo de su espalda.
Lucca contempló desapasionado la caída, metro tras metro, hasta que el cuerpo fue a estrellarse contra las rocas. Ni una lágrima asomó a su rostro, ni un ápice de dolor oscureció sus facciones vencidas por la edad. Se limitó a abrir el cuaderno y anotar cuidadosamente:
Alana, 10 años, 7 meses y 33 días.

No volvería a jugar a ser Dios. Pero eso no importaba; ella ya tenía sus alas.